sábado, 31 de diciembre de 2011

Encountered

Decidí dejar el vaso y llamarte. Tenía dos gotas en los ojos; me había asustado, y luego emocionado. Quizá sí, sea medio bipolar. Había llegado esa mañana al departamento, me habían ayudado dos amigos y había terminado de armar un poco el comedor, la cocina y el baño, pero los libros del estudio y mi cuarto habían quedado formando pequeñas pilas por todo el pasillo, paredes, mesas, toda las superficies en donde fuese posible resguarda tantos años de costumbre. Acomodaba mi lánguida colección de teteras cuando percibí un cierto aleteo cercano a una de las ventanas. Me acerqué y un pequeño gorrión intentaba vanamente salirse por el resquicio de la ventilación que algún arquitecto alemán había implantado en las ventanas blancas y amplias del comedor. “Pobre criatura”, y lo tomé con la mano, liberándolo al incipiente frío de Abril. Quizá el aire, quizá la hora desataron en mi atormentado cuerpo un hambre terrible, que solamente pude satisfacer con tres o cuatro tazas de sopa instantánea que encontré en la primera caja que desembalé. Cuando empecé a adormilarme, recordé que aún estaba con la porcelana, por lo cual me serví un vaso grande de café batido y continué. Cuando hube concluido, proseguí con las revistas. Recuerdo trasmigrar entre la E y la M sin conciencia de haber reordenado material, y sin saber si Le Monde era un diario o alguna plaza en algún barrio de alguna ciudad de algún país que visité. El café se había volcado cuando apenas estaba un poco más frío, como a mí me gusta. Pacientemente preparé otro y me senté, esta vez con música de fondo y la ventana un poquito abierta, para estimular mi sofocado sueño atrasado. Ordenaba revistas Dixit, de esas que trajimos de Barcelona, y bueno, encontré una flor que seguramente tú olvidaste que me habías regalado. Como seguramente imaginarás, me emocioné. Primero, quisiera aclararte algo: antes de emocionarme dudé. Dude que realmente fuera esa la flor, dudé del tiempo que llevaría ese recuerdo ahí, dudé de mí en ese momento, dudé hasta de tu existencia en tiempo real en aquel lejano barcito del Passeig de Gràcia, ahora tan lejano, tan lejano. Tan lejano en distancias, en tiempo, en vivencias, tan lejano en absurdas coincidencias. Vos allá del otro lado del océano, azul, inmenso, cubierto de las más bellas tormentas de nada, como decíamos. Y yo acá, de vuelta a Buenos Aires, consciente de que en cualquier momento iba a recibir una llamada de tu madre para saber si realmente no habías venido conmigo, y yo obligada a contarle la puta historia del tren y del pasajero alemán, y de cómo te enamoraste de la idea de transmigrar y de lo reverendísimo estúpido que te consideré por esas tres semanas y medias en las que te sufrí en cada milímetro de la piel. Siempre fuiste un enamorado de las ideas. Nada haría cambiar tu arma de guerra por ninguna mujer, por más maravillosa que fuera, por más que habías conseguido el trabajo de tus sueños, y la vida en Europa fuese aún más apacible de lo que nos imagináramos al entrar a sus aeropuertos. Pero ahí estaba yo, sola, con el gato de la vecina en mi ventana –porque allá había quedado Amien, tan hermosa ella con su cola caféconleche y su almohadón verde agua, que yo cosí y ella nunca más quizó abandonar. Ahí estaba, sóla y estúpida, en ese cuarto blanco con mobiliarios color vino, y yo de vuelta en Argentina sin siquiera un tinto que tomar, y sin ganas de llamar a ninguno de los antiguos amigos que, ¿acaso vivirían en la ciudad donde las furias viajan en el 54? Decidí llamarte. Quería, pero las ganas no son suficientes para los cobardes. Decidí, también, no ser una cobarde –sí, una vez más. Por suerte soy tan previsora de alquilarme departamentos con teléfono instalado y amplias ventanas con cerramientos alemanes, porque pude sorpresivamente interrumpir tu pequeña siesta re-creativa de la tarde-noche mediterránea. Me dijiste eso y que probablemente en un rato tuvieras que cortarme porque Julien iba a visitarte.

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