domingo, 12 de octubre de 2008

A CONTINUACIÓN......(5)

CUENTO CORTO. INCOMPLETO. Pero sin ganas de seguirlo, por ahora.


Zumbaba el viento norte en el ya apaciguado pueblito de las Salinas cordobesas.
Ana María se desvistió en su cuarto, sacándose lentamente la solerita floreada vieja que usaba para cuidar a los animales. Ese día uno de los conejos le había mordido el pie y había sangrado la herida hasta llenarse de la tierra roja del monte. Había almorzado poco y rápidamente unos restos de arroz con chauchas. Un muchacho nuevo había llegado al pueblo. En realidad eran dos,
“pero al otro no hay con qué darle”
uno de ellos, al bajarse del colectivo, había ido a la estación de servicio y habló mucho tiempo por teléfono desde la cabina, después compró algo, pidió el diario y se quedó charlando los diez minutos restantes, que Ana María estuvo como tonta mirando al recién llegado,
“el único”
, con el pibe de la estación. El muchacho más alto se había quedado mientras tanto sentado en el cordón, armando un cigarrillo, después de que sacó un librito y se puso a leer
“como si la calle fuese el comedor de su casa”
unos veinte minutos hasta que su amigo salió del local y le gritó el nombre que a Ana María le haría sentirse que el pueblo ahora sí era importante en el mapa:
Augusto
Después de cambiar unas palabras y un chicle, los dos tipos, Augusto y el otro, que no importaba, tomaron las bolsas y bolsos que traían, y se fueron calle arriba a, ella creyó, la pensión de la señora de Sufí.
En realidad sí estuvieron ahí, hasta que Ana María, presa del sufrible amor que por ese hombre sentía, lo exhortó a quedarse con ella, en la que, al fin y al cabo, siempre fue una casa demasiado grande para una mujer sola.
Esa noche Ana María conoció realmente la soledad de la cama para uno; una sola es excesivamente pequeña para tan inmenso colchón.
“Lo necesito.”
Esa fue desde el otro día su consigna. Todo lo que siempre hizo ahora lo hacía por ese hombre del que sólo sabía su nombre con seguridad, y que suponía, le gustaba fumar y leer.
“Si tan sólo a mí también me gustase eso…”
A los dos días, cuando no lo veía por el pueblo, y eso la ponía incómoda, a la vez que la emocionaba más, juntó valor y fue a lo de la señora de Sufí, con la que las relaciones nunca fueron las mejores. “Tengo que saber si tiene clientes, señora. Para…saber a cuánto le tengo que vender las verduras.” “Si, si tengo. Hay dos muchachos que vienen de Córdoba. Pero no me podés cobrar de más, se van en un mes.” “Ah. Bueno…déjelo así. Dígame, ¿sabe a qué vienen? ¿Qué hacen?” “Ah nena, esto no puedo decírtelo yo, primero porque es secreto de los clientes, yo me tengo que callar, y además porque no lo sé, pero me parece que filman, hacen películas, fijate que ayer salieron con una cámara. El más jovencito, el otro no llevaba nada.”
“¿Y cuál será el más jovencito? Ay, que no sean muy pibes, mi diosito.”
“¿Qué te pasa, ‘namaría? ¿Qué andás averiguando?” “Nada señora, era por curiosidad nomá.” Se fue y no volvió por la casa, que muchas penas le traía ya, la casa en donde había muerto su primer y único novio, aquél cuya madre ahora la odiaba por pensar que ella lo había contagiado. Volvió a su casa con la cabeza que se le explotaba, y el corazón que sentía más o menos lo mismo. Era como esa especie de emoción, ardor, curiosidad y bronca hacia la vieja lo que le hizo no darse cuenta de que pasó su entrada y, mientras el sol bajaba y la nochecita se ponía fresca y silenciosa, ella fue de a poco alejándose del pueblo, ya concienzudamente, como queriendo alejarse de su deprimente realidad de caserío viejo y pobre, lejos de la capital y de la vida de gente de su edad. Ella, que parecía de cuarenta y que con sus gastados treinta no había disfrutado nunca de la compañía de más de un solo hombre, que murió, parece, de sida, hace los diez años que ella ahora lleva como una carga sobre su espalda, como también deberá llevar en unos años, forrajes y bolsas que cargará para ganarse los pesos que le permitan borrarse de ese pueblo de mierda que la enterró en tierra rojiza y sucia de palabras de resentimiento de viejos que ya están acostumbrados a morir ahí, lejos del tren, de la ruta, de la vida y de la emoción de vivir en una ciudad grande, donde todo pasa más rápido y con más emoción, y no tenés que esperar diez años a que venga un hombre nuevo, que no sea el marido de tu amiga, el de tu vecina, o aquél con quien te acostaste una vez, desesperada o con impulsos adolescentes.

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