domingo, 5 de septiembre de 2010

Frufrú y cavilaciones bajo el agua


Amanecí envuelta en una densa espuma de mar.
Tenía todos los dedos congelados y sentía cómo en mi mejilla se habían secado las lágrimas de cien años antes.
Me olvidé, y era un pez.
Me había despertado pez.
Sentía como mis deditos eran simples satélites inarticulados de mi cuerpo, fríos y pegajosos, inútiles para mis tareas diarias.
Y pensé, ¿cómo podría yo ahora hacer mis tareas, si no tenía manos, ni aún tentáculos con los que pudiera sostener mis lápices y mis carpetas?
Es mañana me creí distinta, y lo era, por primera vez en la vida.
Con toda mi verguenza, salí al living en donde mamá estaba viendo la tele en un programa sobre cómo amasar masilla epoxi, y le dije, toda compungida: "mamá, soy un pez."
"Sí, mi amor, ya lo sé. Sólo que esperaba que te desarrollaras un poco más y te dieras cuenta sola."
En ese momento mi desesperación aumentó considerablemente, considerando que ya mi estado se había naturalizado de esa manera, y, con espanto y un grito de dolor, salí corriendo cobardemente hasta la calle, donde un señor casi me atropella con su volsvagen antiguo y de colección.
Esa mañana fui al colegio como si nada, esperando que nadie se diera cuenta de mi tragedia.
Y parece que así fue, aunque en cuanto quise decir una palabra, de mi boca sólo surgieron graciosas burbujas, de las cuales, al reventarse, sólo resultaron molestas gotitas a mis compañeros.
Mi profesora me miró, chasqueó la lengua, y con un chillido dijo: "U., al cuarto de detergentes!", orden que yo acaté no porque hubiese entendido a qué se refería sino más bien por el terror que me venía atacando desde las 6 am.
Una vez en el patio de la escuela, una ráfaga de viento me levantó la pollera y me elevó por los aires, depositándome en la fuente del parque municipal, donde pasé la tarde tomando mate con los chicos que se habían hecho la chupina.

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