miércoles, 20 de julio de 2011

La sacerdotisa

Tsiganizatsia

Soy una sacerdotisa etérea.
He sido convocada en el amanecer del tercer día
para mi peregrinaje por los caminos solitarios,
con el fin de llegar a donde los hombres demoran en hacerlo
y así salvar estas ancestrales llamas de su extinción perpetua.
Mi viaje ha tenido lugar en kilómetros de soledades azules.
Viajar de noche no es un placer pero es necesario.
La luna me guía.
El sol me reconforta.
La luna, que es ella, suplanta mi vista.
El sol, padre creador, me cura de mis heridas del camino.
La naturaleza se apiada de mí y de mi tarea.
De los árboles obtengo mi alimento y del río mi bebida energética.
Los animales me dan cobijo en sus cuevas en las frías noches en la montaña.
Sólo a lo lejos puedo vislumbrar una pequeña antorcha, de algún parador de hombres trabajadores.
Allí pararé, llegado el momento, para reponerme en las camas de los hombres y mujeres.
Allí me será anunciado el estado de mi próximo trayecto.
El del camino en los bosques.
Mi camino solitario e interno se construye a medida que avanzo.
Sólo hay una meta. Un objetivo.
El camino se construye paso a paso.
Tropiezo y eso constituye una marca en el camino.
Si me detengo a beber el agua revitalizadora y negra de la noche,
si encuentro una seda roja en la rama de algún arbusto,
si un ave me susurra algún secreto,
son todos eventos que marcan, así como las piedras de la orilla, mi camino.
Es el camino del andar.
Que podría ser eterno.
De no estar esa luz que me guía.

He de estar por llegar.
Al cumplir mi misión no me subyugaré ante nadie.
Sólo soy yo ante el mundo.
No beberé la sangre de ningún mártir.
No me será robada la insignia de mi tarea.
Mi misión ha de ser única y particular.
A nadie más puede haber sido dada.
No, los detalles no serán develados.
Este viaje es peculiar y es asignado unas pocas, sino una, vez en la vida.

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