domingo, 5 de octubre de 2008

Cabaret de emociones


Me encuentro sentada en una vieja mesa de madera, en un rincón, medio abandonada por la gente y por el tiempo. Una lámpara roja refleja la calle, por la que casi no pasa gente, y la lluvia besa el suelo desde hace casi una hora. Te espero.

Miro hacia la entrada, pero las pocas personas del bar apenas perciben mi presencia. Siempre fui pequeña y trasparente para la gente. Tengo puesto un sombrerito azul de paño que oculta mi cabello carré despeinado, después de una noche de insomnio. Tengo también los labios pintados tenuemente, y los ojos enmarcados en un débil línea negra, como casi siempre.

Mi bolso, apoyado en tu silla, lleno de papeles y cosas que nunca llego a necesitar, tiene tu vieja rosa roja en un ojal, seca ya desde la semana pasada. El jueves tu visita a mi casa resultó bastante agradable. Más bien necesaria. Te esperaba.

Me habías dicho que irías, a llevarme un regalo, aquél hermoso disco que habíamos comentado, pero también llegaste con esa humilde rosa, que para mí lo fue todo, y que conservaré hasta que muera esto nuestro que tenemos. Al disco lo escuchamos entero, una vez, en el sillón, mientras en la cocina el agua hervía y yo servía té. Pusiste un segundo, que traías. No te imaginas lo que esa música causaría en mí.

Lentamente fuimos tocando temas de conversación, y la noche de sopor, junto con el té, devino en otro disco, y mi camisa que resultaba innecesaria, tus zapatos que quedaron perdidos en la entrada, mi cabello perfumado y el maquillaje se fundieron con tu piel, quedando aquella rosa y tu sombrero en el suelo, donde finalmente nos hubiéramos dormido los dos.

Al día siguiente, desperté sola, y recordé que en la madrugada debías marcharte. Puse la pava y tomé otro té. Puse la rosa en agua y la besé, recordando tus labios.

La rutina me tragaba constantemente, no pudiendo vernos, y la semana transcurrió como muchos días en mi vida. Angustias y risas que adelantaban aquello que hoy se daría.

Hoy nos vemos. Me llamaste hace dos días, nuevamente, para saber cómo estaba. Nos besamos virtualmente. Porque la distancia es mucha, porque cientos de kilómetros son necesarios para que dos personas se extrañen. Me dijiste que nos veríamos. Dijimos en el bar. Dijimos el jueves a las siete.

Todos los jueves regresas por ciertos asuntos, por lo que nuestra historia puede asemejarse a la de Cenicienta pero sin la fiesta, ni el carruaje, ni la medianoche, y siendo mi príncipe vos. Son las siete y cuarto. No me desespero porque ya no uso reloj, y porque la melancolía es tan fuerte que supera a mi angustia. En un cuaderno celeste escribo todo. Ya te dije que suelo escribir en la calle, en los semáforos, en los colectivos. Escribo cuando espero y cuando tengo que hacer cosas que me desagradan, como entrar al médico, o estudiar. Esperar me hunde en un pozo de incertidumbre, me ofusca y me hace perder la sensación de realidad. En el cuadernito celeste escribo que te amo. Que no he podido decírtelo aún. Pero que el sentimiento es tan fuerte que me oprime el cuello. Estoy angustiada. Ahora sí el dolor se ha hecho evidente, al escribir esto. Surge el conflicto de saber si vendrás. O si esta semana, y las precedentes, fueron una alucinación, un sueño mío. Nada de credibilidad está asegurada. La angustia me gana, últimamente. No tengo fuerzas para vivir y muchas veces prefiero morir antes de hacer las cosas que el mundo real me exige.

Siento la puerta. Termino de dibujar un paisaje de cerros y arbustos quebrados, cuando siento tu voz. No puedo creerlo. Por un corto segundo, mi corazón se detiene, creo que el suelo se hunde, mi mano tiembla y el dibujo no sale. El llanto, que hasta ese entonces había brotado suave y silencioso, es en ese momento una salada escarcha en mis ojos. No lloro, es cierto, pero la sensación de soledad hasta ese entonces era tan grande, que tu voz abrió una brecha en el cielo encapotado y gris. Parecíome que la lluvia se detenía por un instante y que del cielo bajaba un ángel celeste. Pero era tu voz. Tu voz tan sólo, que me decía mi nombre, y disculpame, el vuelo, y que algunas cosas que no podía retrasar. Tu balbuceo detiene mi mirada en tu rostro. Yo, enceguecida por el dolor, bruscamente me paro, y el florero que las flores amarillas sostenía, se rompe contra la mesa, mientras el agua me llueve, finalmente, en los pies. Ya mi pecho había sido regado, ahora mis pies. En el exterior seguirá lloviendo pero yo ya no más. Estás acá.

Tu voz profunda dice algo como "no importa, ya lo vamos a limpiar". Me abrazas, un beso en tu cuello pálido. Tu camisa blanca me huele a jazmines, y tengo que ponerme en puntillas para besarnos los labios. Me tomas de los brazos, me miras, y me dices "estuviste llorando..., ¿qué pasa?". "Nada, es la lluvia", digo yo, sabiendo yo que no me creerías, aunque interpretaras lo que sea.

Me invitas a sentar y, luego de limpiar el agua de las flores, charlamos largamente. Y no importa si la lluvia continúa de por vida, porque estás aquí y tus brazos son capaces de sostener mi mundo. Te confío lo que siento, y que después de esa lluvia ya nada me va a importar si me confirmas lo que sientes. Propones conversar en otro lado, me preguntas si de verdad la lluvia no me importa, y te contesto que no, que me encanta mojarme, y que total estamos cerca de mi casa, por si queríamos continuar allí, con la promesa de que la charla no extendiera los impulsos más allá de los límites de dos personas vestidas charlando en el sillón. Te ríes del comentario, y tus dientes pequeños y blancos me recuerdan que te amo, que quiero besarte pero que después de aquello que dije, debíamos ir más lento.

Y recuerdo la semana pasada, cuando todo sucedió tan rápido, cuando nuestras pieles se conocieron y la rosa roja quedó en mi vida clavando sus espinas cruelmente. Descubres que mi conciencia está en otro lado, te ríes algo tontamente y yo te pido perdón con un hilo de voz. Ahora me miras. No sonríes pero parece que piensas algo. Bajo los ojos y dibujo un cielo en el cuaderno celeste. Levanto la mirada. Tus ojos, que son para mí tan particulares, me observan, a mí, y no al dibujo. Me decís, "¿sabés que a esto lo soñé?" Yo no puedo creelo y te respondo, sin poder evitar soltar una lagrimota más de melancolía, "Yo también. El sábado"

Sin subir las manos por encima de la mesa, me tomás la cara y me decís "Es increíble, pero yo también", me besás y me susurrás entre dientes, "te amo querida".

1 comentario:

Anónimo dijo...

hermoso hermoso hermoso


y la musica acompaña